miércoles, 15 de agosto de 2007

Hombrecillo


-´Uta ma´, ahí viene ese cabrón. - Se escuchaba de repente una exclamación.
Lo veíamos acercarse, pasaba junto a nosotros sin siquiera voltear a vernos. A su paso dejaba un olor a excremento muy, pero muy nauseabundo. Lo veíamos alejarse, cargando sus inseparables costales llenos de quien sabe qué.
-¡PUTO SIETE MALETAS! Empezaba a gritar alguno de los amigos. Sólo teníamos en aquél entonces unos 8 ó 9 años de edad.
Nos levantábamos todos de la banqueta en la que acostumbrábamos sentarnos y empezaba el calvario de aquél ser que a nadie hacía daño.
¡Puto siete maletas, puto siete maletas! Gritábamos en coro. Aquél despojo de hombre, volteba a vernos con el único ojo que tenía, se enojaba y agarraba piedras de aquella calle sin pavimentar para lanzárnoslas, a donde y a quien le cayeran.
Su figura jorobada daba un aspecto tenebroso. Sus ropas sucias casi pegadas a su cuerpo, -lo empezamos a ver desde hacía dos años y jamás le conocimos otra muda-. Un eterno saco negro y un pantalón del mismo color eran el único refugio para cobijarse de todo y de todos, no usaba zapatos. Sus agrietados pies parecian desclavarse de la tierra en cada paso que daba. Era la vil imagen de la derrota.
Esta escena se repetía a diario. El pobre hombre tenía que aguantar la sarta de estupideces que todo mundo le gritaba.
Un día mi padre al ver esto, me llamó. Me senté a su lado y me dijo:
-Ese hombre al que ustedes maltratan día con día es...
Aquella tarde, mi papá me informó quien había sido esa persona.
Gustavo era su nombre.
Al día siguiente, al pasar Gustavo en su eterno peregrinar por nuestra calle se volvió a escuchar:
-¡Puto siete maletas!
Todos corrimos atrás de él para molestarlo como cada día.
Sin embargo al quinto paso que dí tras él para fastidiarlo, recordé lo que papá me contó el día anterior.
Volví mi loca carrera hacia la banqueta que me esperaba. Me senté y ví a los amigos haciéndole la vida pesada al "siete maletas". Yo ya no pude hacerlo. Sentí un enorme respeto hacia ese despojo humano, jamás lo volví a molestar.
Gustavo de pronto desapareció.
Tal vez murió en alguna banqueta. Su eterna e inseparable ropa no fue suficiente para cubrirlo de aquellas mañanas frías, pero más, de la crueldad humana.
Hoy veo a mi padre y en silencio le doy las gracias por enseñarme el valor del respeto.